miércoles 25 de enero de 2012
SCHUMPETER, un economista austriaco refugiado en Estados Unidos desde 1932 y profesor en Harvard, dejó en sus biógrafos y sus discípulos el recuerdo de un seductor, pero, ante todo, una expresión importante que resume su obra: «La destrucción creadora».
Demostró que el progreso en el régimen capitalista exige que lo antiguo deje paso sin cesar a lo nuevo. Contrariamente a lo que sostenían Marx y Keynes, consideraba que las crisis eran inherentes al desarrollo económico: gracias a las crisis y en periodo de crisis, escribía, la innovación se manifiesta. Para corroborar su teoría, recordemos que la crisis de los años 1974-1980 originó la revolución informática y el nacimiento, entre otras, de Apple y Microsoft. Según Schumpeter, solo la innovación, y nunca la intervención del Estado, reactiva el crecimiento.
En contraposición con sus tesis sobre el papel de la innovación y las virtudes de la destrucción creadora, he conservado el vivo recuerdo de la economía soviética, con Breznev, y china, con Mao Zedong. En estos países socialistas nunca se destruía una fábrica: cada complejo industrial se asemejaba a un milhojas de técnicas anteriores a las que se les añadían las innovaciones recientes, ya que destruir un establecimiento antiguo, me explicaban, en los años ochenta, habría significado que los planificadores anteriores se habían equivocado y no habían sido omniscientes. Esta arqueología industrial bastaba por sí sola para explicar el fracaso del socialismo: los planificadores solo pueden proyectar algo nuevo y no pueden plantearse suprimir una actividad, porque no saben predecir el ciclo de la innovación. No destruir nunca y construir siempre es una asimetría suicida que vale también para la forma edulcorada del socialismo en democracia que se denomina «política industrial». Como sabemos, la consecuencia que ello tuvo para las economías socialistas fue el estancamiento que llevaba aparejado una especie de pleno empleo, o más bien de salario garantizado, pero justo a un nivel de subsistencia.
El capitalismo occidental, como explicaba Schumpeter, se basa en el principio inverso: en Estados Unidos especialmente, donde el capitalismo es más visible, ni siquiera se toman la molestia de destruir para reconstruir. Ciudades enteras se han convertido en ruinas industriales, las fábricas abandonadas bordean las vías de ferrocarril, mientras que los empresarios y la mayoría de los trabajadores se van a explorar a otro lugar, como hacían los antiguos pioneros. Esta destrucción creadora es globalmente progresista, generadora de empleos y de riquezas. Pero es muy posible que lo que es «global» arruine, de paso, algunos destinos individuales. Sin duda, si uno se pasa estos días por Francia, donde el transporte marítimo está en quiebra, ya no se necesita el transbordador entre Calais y Dover, pero vayan a explicárselo a un viejo marinero afiliado a un sindicato. La consecuencia necesaria del principio de Schumpeter en democracia es que le corresponde al Gobierno autorizar la destrucción del aparato anticuado y, al mismo tiempo, ayudar personalmente a los hombres afectados por esta destrucción. En el capitalismo schumpeteriano, el Estado ayuda a los hombres, no a las empresas: el apoyo a la economía de mercado es lo contrario de la salvación de las empresas en dificultades.
Imprevisiblemente, en Estados Unidos, la campaña presidencial de Mitt Romney, que ya es el probable candidato republicano y posible presidente, gira en torno a este principio de Schumpeter. Imaginábamos que Mitt Romney tropezaría con su religión mormona, pero los mormones son considerados ahora unos cristianos como los demás, en un país donde el cristianismo se divide en una infinidad de cultos. Romney, por tanto, hace campaña basándose en su experiencia como empresario privado en un momento en el que el desempleo atormenta a los estadounidenses. Pero resulta que es un empresario de una especie singular: la empresa de la que fue presidente, Bain Capital, es un fondo de inversión privado que compra empresas en dificultades para reestructurarlas y revenderlas. Los adversarios de Romney, unos republicanos más conservadores que él, emiten en la televisión un documental con testimonios de parados víctimas de la destrucción creadora, gestionada y acelerada por Bain.
Resulta difícil defenderse frente a semejante campaña de información/desinformación porque lo que se destruye se ve y lo que se reconstruye no se ve necesariamente. Mitt Romney asegura que, cuando estuvo al frente de Bain Capital, creó 100.000 empleos. Pero ¿dónde están? El propio Romney no sabe cómo los capitales poco rentables, invertidos en las empresas que destruyó, se reinvirtieron a continuación en actividades más rentables y más creadoras. Ya en 1830, el economista francés Frédéric Bastiat había subrayado esta asimetría entre lo que se ve y lo que no se ve. Y Milton Friedman retomó a menudo este argumento: una fábrica que cierra aparece en televisión, las empresas que se crean pasan inadvertidas.
Pero también se le debe a Mitt Romney, cuando era gobernador de Massachusetts, la instauración en su estado del régimen más completo de seguro de enfermedad de todo Estados Unidos. Esto también se lo reprochan los ultraconservadores, pero resulta coherente que el principio de Schumpeter se compense mediante la solidaridad social: es incluso un requisito político y humano para que funcione.
Por tanto, Mitt Romney deberá hacer gala de talentos pedagógicos excepcionales para hacer que los electores acepten el principio de Schumpeter: su elección depende de ello, ya que es en este terreno movedizo donde ha elegido verse las caras con Barack Obama. Pero si releemos a Schumpeter, es una batalla perdida de antemano: el capitalismo le parecía al mismo tiempo eficaz e impopular y vaticinaba que moriría a causa de esta impopularidad en beneficio del socialismo. Schumpeter dudaba especialmente de la capacidad intelectual de la burguesía capitalista para defender su legitimidad. Dudaba aún más de las capacidades de los herederos de los empresarios capitalistas y pensaba que los intelectuales lograrían destruir el capitalismo. Es cierto que el socialismo tal como lo imaginaba Schumpeter (en los años cuarenta) ha desaparecido, pero la resistencia al principio de destrucción creadora perdura, aunque con el nombre de keynesianismo, ecologismo y altermundialismo.
En Estados Unidos, la más schumpeteriana de las economías, ¿podrá ganar el candidato más abiertamente schumpeteriano1 Si Romney pierde, la economía estadounidense se europeizará (una tendencia que Barack Obama ilustra y pone en práctica con su inclinación por las políticas industriales estatales y los seguros sociales generalizados). Si Obama, que idealiza el modelo social europeo, venciese a Romney, que, por su parte, cree en el excepcionalismo estadounidense, Estados Unidos podría unirse a la decadencia europea, al crecimiento lento y al desempleo permanente.
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GUY SORMAN
FILÓSOFO Y ENSAYISTA
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online el: 06.11.2012
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